Al aflorar en los medios de comunicación el drama social de los desahucios de viviendas habituales, con cierta frecuencia he escuchado opiniones similares a la expresada por la ex ministra de Vivienda del primer Gobierno de Zapatero: “El que tenga deudas, que las pague. Que no se hubiera endeudado”. Valoraciones de este tipo no sólo nos manifiestan debilidad en los sentimientos de benevolencia y fraternidad hacia las personas que sufren el desalojo y despojo de su residencia habitual, sino también subyace una concepción del ser humano propia de las doctrinas filosóficas que defienden el libre albedrío; es decir, aquellas que lo representan como un sujeto que tiene el poder de elegir y tomar sus decisiones con libertad y, por tanto, responsable pleno de sus actos. Aparte de las religiones, esa imagen metafísica de los individuos con libre albedrío predomina en las doctrinas liberal y neoliberal, las ideologías por antonomasia de la burguesía, la clase social dominante que sí dispone de las cuatro formas de capital (económico, cultural, social y simbólico) que posibilitan vivir con libre albedrío.
Centremos nuestra atención en las personas que han firmado un préstamo hipotecario para acceder a la vivienda habitual y que sufren un proceso de ejecución hipotecaria que desemboca en desahucio: ¿hasta qué punto actuaron con libre albedrío cuando compraron la vivienda mediante un préstamo hipotecario?, ¿dispusieron de auténtica libertad de elección entre varias opciones residenciales de tenencia, equiparables en condiciones de habitabilidad y precios razonables, para satisfacer la necesidad y el derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada según establece el artículo 47 de la Constitución española de 1978?. O, en cambio, ¿su comportamiento residencial fue bastante condicionado, cuando no determinado, por factores externos como las políticas públicas, la oferta realmente disponible en el mercado de vivienda y la estrategia de negocio desarrollada por bancos y cajas de ahorros?.
Reflexionemos sobre estas cuestiones.
En primer lugar, consideremos las políticas implementadas por las Administraciones del Estado español dirigidas a promover el acceso a la primera vivienda, las cuales se han dedicado a promocionar el régimen de tenencia en propiedad casi en exclusividad, marginando el alquiler (privado y social) de los sistemas de ayudas para facilitar la accesibilidad a la vivienda habitual: de 2002 a 2008, inclusive, se incorporaron al parque residencial 398.071 viviendas protegidas de obra nueva, las cuales se adjudicaron en propiedad en casi su totalidad. Incluso, la marginación del alquiler se expresó en las ayudas indirectas, ya que las cuotas de la hipoteca de la vivienda principal han constituido una partida del gasto de los hogares deducible en las declaraciones anuales del IRPF, no sucediendo así con las rentas de alquiler desde la reforma del IRPF de 1998 aprobada por el Gobierno de Aznar. Aunque esta discriminación fiscal favorable al régimen de propiedad fue corregida por el Gobierno de Zapatero mediante la Ley 35/2006, de 28 de noviembre, su entrada en vigor en el preludio de la actual crisis económica ha impedido que tuviera efectos relevantes para contrarrestar la excesiva propietarización que presenta el parque de viviendas principales en España. Más en concreto, si en 1981 la significación del stock de viviendas en alquiler era del 21% sobre el total de viviendas habituales, en 2010 se estimaba que su importancia se reducía al 14% del total: un 12% de gestión privada y el restante 2% de alquiler social.
En segundo lugar, el pequeño mercado de viviendas en alquiler derivó en elevadas rentas de arrendamiento, presionadas al alza por una demanda social en rápido crecimiento, principalmente en las áreas urbanas donde se han asentado los flujos de la inmigración extranjera. En ese contexto de insuficiente oferta, las Administraciones públicas pudieron movilizar una parte relevante del stock de viviendas vacías (14,8% de las viviendas familiares censadas en 2001 y estimación del 22% en 2010) hacia el parque de viviendas en alquiler, pero esta opción fue despreciada o, de llevarse a cabo por alguna Comunidad Autónoma, se hizo de forma más aparente, de cara a la galería, que efectiva.
Que las rentas de arrendamiento en el mercado privado de viviendas son elevadas en España es un rasgo que se expresa con claridad en la perspectiva europea: en 2007, el 33% de la población española que vivía en hogares inquilinos de viviendas a precios de mercado dedicaban, al menos, el 40% de su Renta Disponible Equivalente (RDE) a pagar la vivienda habitual; la sexta proporción más elevada en el entorno de la UE-27, con un promedio del 25% de población inquilina en esa situación. Además, este atributo negativo se ha intensificado con la crisis inmobiliaria-financiera, ya que, en 2010, el valor del indicador ascendiende al 44% en España, subiendo a la cuarta posición en el ranking de mayores porcentajes de población inquilina dentro de la UE- 27 que dedican, al menos, el 40% de su RDE a pagar la vivienda (una media del 26% en la UE-27). En general, durante el pasado boom inmobiliario-financiero, la encarecida renta de arrendamiento, prácticamente equivalente a la cuota mensual de una hipoteca sobre una vivienda parecida, contribuyeron a exacerbar aún más la propietarización del régimen de tenencia de la vivienda principal en el Estado español, legitimando un discurso social de coste-beneficio que descalificaba el alquiler como una opción económica razonable, pues, se significaba como tirar el dinero mientras pagar la cuota mensual de la hipoteca se apreciaba como una hucha, un ahorro inteligente y seguro que deriva en un incremento de la solvencia y estatus del hogar propietario de la vivienda.
En tercer lugar, desde finales de los noventa, las entidades financieras concentraron su negocio en los préstamos hipotecarios para la compra de vivienda, aprovechando la política monetaria del BCE de tipos de interés bajos y la posibilidad de ampliar el período de amortización de los préstamos, así que la presión especulativa en el mercado de la vivienda tendía a reducir la demanda efectiva; dinámica especulativa en la que participaron activamente las entidades financieras si tenemos en cuenta que cerca del 50% del mercado de valoración estaba en manos de Tasadoras que eran propiedad de bancos y cajas. Las Administraciones públicas también contribuyeron al crecimiento desmedido del negocio hipotecario mediante la promoción de viviendas protegidas de nueva construcción que se adjudicaron en su gran mayoría en propiedad, así como mediante las ayudas para la compra de viviendas ya existentes (libres y protegidas). Señalar que, de 2003 a 2008, se formalizaron un total de 6.772.196 viviendas hipotecadas en España, representando una media anual de 1.128.699 en esos seis años.
Que las hipotecas sobre viviendas pasasen a ser el negocio principal para las entidades financieras derivó con frecuencia en un abandono de buenas prácticas hipotecarias, como que la cuota a pagar no se elevase por encima del umbral de un tercio de los ingresos del hogar endeudado y que la cantidad económica del préstamo no superase el 80% del valor de tasación de la vivienda hipotecada. Por el contrario, durante el pasado boom inmobiliario-financiero, proliferó la firma de préstamos hipotecarios que incumplían sobradamente esas pautas de prudencia tan importantes para la sostenibilidad del sistema hipotecario; malas prácticas hipotecarias de las que son responsables las direcciones-gerencias de bancos y cajas de ahorros y no las personas que firmaron hipotecas de alto riesgo para dar satisfacción a su necesidad residencial.
A la luz de las reflexiones anteriores, podemos deducir que una parte relevante de los hogares de las clases obrera y media con ingresos limitados que accedieron a la propiedad de la vivienda habitual durante la pasada burbuja inmobiliaria-financiera, actuaron bastante condicionados, cuando no determinados, por el constructo institucional del poder político y del capital financiero que promovía claramente e interesadamente la propietarización de la demanda social de vivienda principal. En resumen, esos hogares no disfrutaron de libre albedrío en su comportamiento residencial, ya que ese constructo institucional los encarriló al endeudamiento hipotecario. Muy probablemente, de haber dispuesto de alternativas de tenencia de la vivienda en cantidades suficientes y precios más asequibles, un sector importante de la demanda social hipotecada habría desechado la opción de endeudarse en la propiedad-hipoteca en favor del alquiler privado o social.
Por consiguiente, corregimos a la señora Trujillo, ex ministra de Vivienda: “Se debe rescatar a los deudores hipotecarios de buena fe de viviendas habituales. Que no los hubieran hipotecado”. El Gobierno de España y las entidades financieras deben asumir, sin ambages, sus responsabilidades en la creación de la problemática social de los desahucios de viviendas habituales: paralizando urgentemente los procesos en ejecución y los lanzamientos judiciales que afectan a deudores de buena fe hasta la entrada en vigor de una nueva Ley hipotecaria, justa y equilibrada, que regule la dación en pago y elimine la usura de los intereses de demora. Simultáneamente, movilizando hacia el alquiler social las viviendas desahuciadas y en ejecución hipotecaria, así como otras viviendas en manos de bancos y cajas que se encuentran desocupadas en las áreas urbanas, las cuales servirían de forma de pago de parte de las ingentes ayudas públicas que están recibiendo esas entidades financieras para sanearse y recapitalizarse durante la presente crisis. De esta manera se contribuiría al desarrollo de un parque de viviendas de alquiler social, una de las mayores carencias del Estado español: tan solo 3 viviendas por 1.000 habitantes, distinguiéndose negativamente por ser la segunda ratio inferior, tras Grecia, bastante por debajo de la media de 39 por 1.000 en el conjunto de la UE-27.
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